Un día dejé de hablar.
Dormí en una cueva, caminé con brujos… y el dibujo volvió como un animal que llevaba años escondido.
Desde entonces, no sé si dibujo mundos…
o si los mundos me dibujan a mí.
Yo no vine a México a hacerme el místico.
Vine por un proyecto de arte.
Una residencia cultural.
Me habían dicho que habría mezcal, artistas, inspiración.
Y encontre algo más...
Encontré un espejo roto, y me vi ahí.
Con el corazón hecho trizas y el alma llena de preguntas que nadie quería responder.
Me enamoré.
De una mujer brutal.
Y cuando se fue, me dejó una casa vacía y un mapa sin norte.
Entonces agarré mis cosas y me fui a la selva, luego a la montaña.
No por hippie, por desesperado.
Hay gente que va a terapia. Yo me fui al silencio.
Dormí bajo tierra.
Me callé.
Escuché a los que no salen en Google.
Aprendí más de un curandero que de veinte maestros.
Y cuando ya no esperaba nada…
el dibujo volvió.
Pero ya no era el mismo.
Era otro.
Más crudo. Más sucio. Más real.
Empecé a dibujar mundos que no existen.
No para gustarte. Para no reventar por dentro.
Desde entonces hago esculturas, dibujos, objetos que no saben si son muebles o animales.
No tengo una galería en Nueva York, pero tengo algo mejor:
una voz que ya no me traiciona.
Cada semana escribo un correo.
No vendo arte. No adorno.
Te lo dejo caer. Así como va.
Si te late lo que leíste, deja tu correo.
Y si no… chido, sigue tu camino.