Todo empezó con un viaje.
Cuatro meses. Cuarenta y seis artistas. Una invitación de la Secretaría de Cultura de México para crear y exponer juntos.
Parecía una aventura artística… pero terminó siendo otra cosa.
Yo llegué con un cortometraje bajo el brazo y la idea fija de regresar.
Pero hay cosas que se salen del guión.
Oaxaca era una de ellas.
Y no solo con arte, fiestas y mezcal… eso vino después.
Primero, me enamoré de una mujer grandiosa.
Por un tiempo, todo parecía perfecto: casa, familia, calorcito.
Hasta que no.
El amor se rompió. Y cuando algo que creías eterno se rompe, duele.
Pero no me fui. México ya se me había metido en la sangre.
Dicen que los mexicanos nacen donde les da la chingada gana.
Yo nací en Ecuador, pero renací aquí.
Ahí empezó otro viaje. Más profundo. Uno hacia adentro.
Me perdí. Me encontré.
Viví en la selva, aprendí de los que hablan con las plantas, dormí en cuevas, medité en silencio.
Y en ese silencio, el dibujo volvió.
Como un animal salvaje.
Dibujo mundos fantásticos. Historias que no piden permiso para existir.
Desde niño los veo, los trazo, los construyo.
Y ahora entiendo que eso no era un pasatiempo: era un mapa.
Hoy hago esculturas, ilustraciones, diseño espacios.
Estoy creando una cartografía de lo invisible: mundos que no existen, pero que explican este mejor que cualquier discurso.
No hago arte para adornar. Creo arte para abrir portales.
Si te late, suscríbete y deja tu correo.
Cada semana escribo un email donde no vendo arte. Te lo dejo caer sin aviso.
Dibujo cosas que se quedan pegadas donde las palabras ya no llegan.
No se cuelgan en una sala. Se quedan contigo.